lunes, agosto 27, 2007

Juan de Garay y la segunda Buenos Aires

Como vimos en otro capítulo, Buenos Aires no fue abandonada por inhabitable, sino por un problema político o práctico, según como se lo quiera ver. Así es como en el mismo instante del desamparo, ya se hablaba de volver a poblar la zona. Cada uno de los Adelantados que llegaron después de Mendoza se lo propuso, pero nunca con mu-cho empuje. Habría que esperar la iniciativa de uno de ellos, llevada a cabo magníficamente por Juan de Garay.

La segunda Buenos Aires se originó por necesidades comerciales. Tucumán, Paraguay y el Alto Perú, necesita-ban un puerto de salida, ya que, si no, les quedaba el largo camino a través del Perú. Esta fundación se distinguió de la anterior, en que los colonos no se adhirieron a la empresa con sueños de plata y oro; no iban a lo desconocido. Todos iban a trabajar la tierra con la esperanza de que esa ciudad se convirtiese en un puerto importante. También con la esperanza de que les tocasen algunos indígenas en encomienda, para así librarse del trabajo manual, pero como veremos eso no ocurrió.

La expedición fundadora fue encargada por el adelantado Torres de Vera y Aragón, a su teniente de gobernador Juan de Garay. Garay era un conquistador excepcional, sobretodo porque no se parecía en nada al típico conquista-dor. Siempre se hablaba bien de él; era una figura simpática y carismática. Llegó con sólo catorce años al Perú, y enseguida participó de grandes campañas conquistadoras. En 1573 funda Santa Fe con el objetivo de darle una salida y entrada al Paraguay, pero viendo que no era lo que esperaban, sus superiores le ordenan la repoblación del puerto de Buenos Aires.

Los preparativos

En enero de 1580, Garay levantó el estandarte real en Asunción, y mandó publicar y pregonar la futura pobla-ción del puerto de Buenos Aires. En ese bando se hacía alusión a la calidad de las tierras, al gran futuro que tenía la ciudad por fundar, e invitaba a los pobladores de Asunción que quisieran participar de la expedición colonizadora, a que registrasen sus nombres ante el escribano. A cambio les ofrecía las mercedes que otorgaría al llegar: terrenos en las manzanas de la ciudad, tierras para estancias, poder disponer del ganado vacuno y caballar salvaje y lo más preciado, encomiendas de indígenas. La encomienda era un derecho sobre el trabajo de los indígenas de la zona, un tributo que pagaban éstos a sus vencedores españoles. Se otorgaba un grupo de indígenas para que trabajase en lo que el encomendero decidiese.

Se anotaron unos sesenta y seis jefes de familia; entre ellos una mujer, Ana Díaz, viuda de un colonizador, que se registró con su hija casada con un vecino. De esos sesenta y seis, diez eran españoles de nacimiento y los demás, nacidos en la zona, es decir criollos o mancebos de la tierra. También, un portugués llamado Antonio Tomás, vete-rano de la primera fundación de Buenos Aires; iba como guía y como testigo.

Surgía la ciudad con más del mínimo indispensable. Las ordenanzas de poblaciones establecían que todo asiento debía comenzar con treinta pobladores como base. Todos ellos pagaban la expedición de sus propios fondos, la Real Hacienda no aportaba un peso, vendían todo lo que tenían para encaminarse a la nueva población. El Adelan-tado ponía dinero para los barcos y los gastos de viaje. Los vecinos viajaban con sus propias armas, caballos y ga-nados.

La comitiva viajaría una parte por tierra, llevando a los animales grandes, y la otra parte por agua, con bastimen-tos, plantas, semillas, útiles de labranza, animales chicos, etc.

La expedición

Los que iban por el río, lo hacían en una carabela acompañada por unos bergantines y muchas balsas y canoas guaraníes. Algunas partieron en febrero para comenzar con los trabajos de levantar la población, y luego retornaron a buscar más pobladores.
Los que fueron por tierra con el ganado, también partieron en febrero. El viaje fue agotador y difícil. Hay que pensar que no había caminos en esa época, y que llevaban casi mil caballos y quinientas vacas. Fueron costeando el río Paraguay, hasta la unión con el Paraná, siguiendo la ribera de este último. Tuvieron que cruzar ríos, montes tupidos, pantanos, lagunas, selvas interminables. Tardaron muchos días, durante los cuales sufrieron ataques de animales, fiebres, calores agobiantes. Llegaron a Santa Fe a principios de mayo de 1580. Allí se encontraba Garay y los que habían viajado en los barcos.

Luego de algunos días de descanso, partieron los que iban por tierra, hacia el puerto de Buenos Aires. El mando ahora lo ostentaba el sobrino del adelantado Torres de Vera y Aragón, Alonso de Vera. Garay también partió al mismo tiempo con las embarcaciones, llegando el 29 de mayo al lugar donde cuarenta y cuatro años antes se había asentado Mendoza con sus conquistadores. Ese día fray Juan de Rivadeneira (retengan este nombre) celebró una misa en el lugar que sería, más tarde, la plaza Mayor. Este fraile iba camino a España para traer más religiosos a estas tierras, ya que estaban escasa de ellos, y como en todo acto de fundación tenía que estar presente el poder eclesiástico, se lo aprovechó para la fundación de Buenos Aires. En otro capítulo contaremos las aventuras de este fraile.

Hacia la fundación

Mientras esperaban la llegada de los que iban por tierra, se organizó una junta en donde Garay escuchó las opi-niones de los oficiales reales y de los antiguos pobladores de Buenos Aires, sobre el lugar más óptimo para asentar a la futura ciudad. Eligieron la parte más alta de la meseta, entre dos cursos de agua, un trecho al oeste de la antigua Buenos Aires.

Durante todo el día desembarcaron los materiales: tiendas de campaña, víveres, vestimentas, útiles de labranza, todo lo necesario para comenzar el nuevo asentamiento. Garay exploró los alrededores mientras los pobladores levantaban sus tiendas. Los días siguientes los emplearon en limpiar el terreno de malezas, arrancaron troncos de árboles secos, emparejaron el suelo. Garay y los oficiales midieron el terreno, para hacer un plano y subdividir la tierra. Armaron cuadras de ciento veinte varas de largo (aproximadamente cien metros), que serían repartidas entre los pobladores. Eligieron el lugar que ocuparía la plaza Mayor (actual plaza de Mayo), el Cabildo, la iglesia Mayor y la casa del Gobernador.

Mientras los hombres preparaban el terreno, las mujeres armaban las viandas. En junio se dedicaron a terminar la limpieza de todo el terreno y a abrir las calles que formarían las manzanas. Estas manzanas serían ocupadas por los pobladores y sus familias. Se amojonó y asignó a cada uno de ellos un solar, que correspondía a un cuarto de manzana. También se cavó un foso que rodeaba la traza de la ciudad, éste serviría de protección contra futuros ataques de los naturales; obviamente estos últimos todavía querían echar a los españoles de sus tierras.
Se levantaron los cimientos del Cabildo y la iglesia principal. La plaza Mayor midió ciento cuarenta varas de lado. La ciudad quedó conformada por veinticuatro cuadras de frente sobre el río y una legua (aproximadamente cinco kilómetros) de fondo hacia el oeste. Esto era lo que se llama el ejido de la ciudad. Doce días les llevó todo este trabajo.

Por esos días llegaron los que venían por tierra con el ganado. Ya no había nada que esperar, así que Garay avi-só a todos los pobladores y autoridades que al día siguiente, 11 de junio, se realizaría el acto de fundación de la ciudad.

La fundación

El sábado 11 de junio de 1580 se llevó a cabo la ceremonia de fundación. Garay nombró a los alcaldes para hacer y administrar justicia, a los regidores para el gobierno de la ciudad, y al procurador para promover los dere-chos e intereses de los vecinos. Todos estos oficiales conformaban el Cabildo, íntegramente formado por vecinos de la futura ciudad. Todos firmaron el acta de fundación, junto con Juan de Garay, representante del adelantado del Río de la Plata, Torres de Vera y Aragón.

Una vez terminados dichos trámites, las nuevas autoridades y los pobladores se dirigieron a la plaza Mayor, donde se levantó un tronco grande de unos tres metros que haría de rollo público o árbol de justicia. Se lo puso en un hoyo ubicado en medio de la plaza. En éste, la justicia real se llevaría a cabo.

Luego Garay dio el discurso de toma de posesión: “…tomo posesión de esta ciudad y de todas esta provincias, este, ueste, norte y sur, …”. En señal de esta toma, sacó su espada cortando unas hierbas y cortando el aire, pregun-tó si había alguien que se opusiera, como simple trámite. El escribano dio fe de esto, y entregó el acta a Garay, quien la leyó a todos los presentes.

Se bautizó a esta nueva ciudad con el nombre de Santísima Trinidad en el puerto de Santa María de Buenos Aires. Eligió este nombre por ser el 29 de mayo, día en que arribaron, la festividad de la Trinidad. Luego de termi-nada la ceremonia fueron todos a celebrar una misa en la iglesia parroquial.

El resto del día y los siguientes se realizó el reparto de solares. Se terminaron trabajos, como el foso y la cons-trucción de una empalizada. Los pobladores construyeron sus viviendas. Se dividió a la población en doscientas cincuenta manzanas: cuarenta para los vecinos, seis para el fuerte, la plaza Mayor, tres conventos y un hospital, y el resto para chacras. Fuera de la ciudad también se repartieron entre los vecinos huertas de cuatro cuadras. También Garay repartió las chacras y estancias al norte, sur y oeste de la ciudad. Todas las chacras, de unas trescientas varas (aproximadamente doscientos cincuenta metros) de frente al río, con un fondo de una legua. Por el norte, éstas lle-garon hasta el actual partido de Tigre, en la zona norte de Buenos Aires; por el sur hasta la actual Ensenada. Las estancias tenían tres mil varas (aproximadamente dos mil quinientos metros) de frente y legua y media de fondo.

Se eligió también en los días siguientes a la fundación, al santo patrono de la ciudad. Pero no poniéndose de acuerdo en la elección, lo echaron a la suerte, y salió San Martín de Tours. Según se cuenta, cuando salió, nadie lo quería; entonces lo echaron otra vez a la suerte y volvió a salir, y así dos veces más, hasta que lo eligieron por can-sancio. En los días siguientes comenzó la historia de Buenos Aires, definitivamente fundada.

Para saber más
Fitte, Ernesto J. Hambre y desnudeces en la conquista del Río de la Plata. Academia Nacional de la Historia. Bue-nos Aires, 1980.
Gandía, Enrique. “La segunda Fundación de Buenos Aires”. En: Historia de la Nación Argentina. El Ateneo y Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 2° edición, 1955. Tomo III, cap. III.
López Fermoselle, Jaime. “Fundación de la ciudad de La Trinidad y Puerto de Buenos Aires por Juan de Garay”. Revista Historia. Buenos Aires, N° 17.
López Fermoselle, Jaime. “Últimos días de Juan de Garay”. Revista Historia. Buenos Aires, N° 6.
Zabala, Rómulo y Gandía, Enrique. Historia de la ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1937. Cap. X.

martes, agosto 21, 2007

La Ciudad Encantada de la Patagonia

La leyenda de la Ciudad de los Césares o Ciudad Encantada de la Patagonia fue el último gran mito de la conquista americana. Tuvo una vida muy larga que sobrevivió a la conquista misma. Comenzó en 1529 y duró hasta fines del siglo XVIII.

La también llamada Ciudad Errante, Elelín o su nombre más conocido, Ciudad de los Césares, es a una ciudad de plana cuadrada, como Buenos Aires; de piedra labrada y edificios techados con tejas. Sus templos son de oro macizo. El pavimento también. En algunas versiones está en un claro del bosque; en otras, en una península; otras dicen que ésta en el medio de un lago, con un puente levadizo como única puerta que le da acceso. Abunda en ella el oro y la plata, de las cuales están forradas las paredes. Con estos metales también se hacen asientos, cuchillos y rejas de arado. Tiene campanas y artillería, que se escuchan de lejos. Algunos dicen que al lado de ella hay dos cerros: uno de diamante y el otro de oro.

Sus habitantes son altos, rubios y con una barba larga. Hablan una lengua extraña, aunque en algunas versiones, es el español. Se dedican al ocio y no tienen enfermedades. O son inmortales o sólo mueren de viejos. Algunos dicen que son exactamente los mismos que fundaron la ciudad, ya que no nace ni muere nadie en la Ciudad Encantada. Tienen indígenas a su servicio, y algunos custodian el camino que lleva a ella. Algunas versiones dicen que son dos o tres ciudades (sus nombres son Hoyo, Muelle y Los Sauces). Tienen vigías para detectar la proximidad de intrusos e impedirles el acceso. También se dice que es invisible para los que no son habitantes de ella; a veces uno la puede ver si es un hombre justo, o al atardecer; o el viernes santo. Se la puede atravesar sin siquiera darse cuenta. Algunos dicen que es errante, o sea, que para encontrarla hay que limitarse a esperarla en un sitio.

En 1764 el inglés James Burgh publicó una ficción sobre la Ciudad de los Césares, en la que la describía como una utopía, como el lugar ideal.

La ilusión

La Patagonia era y es un escenario helado, desconocido. El clima es muy frío, con pocas lluvias. Los vientos son constantes, del oeste, a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Se forman tormentas de arena. El agua y el combustible escasean, así como también los animales de caza, los guanacos únicamente. Un lugar inhóspito para la búsqueda de una ciudad de ensueño.

Pero ¿de dónde proviene este mito? ¿Quiénes lo persiguieron sin encontrarlo?

En la conquista de América se gestaron muchas leyendas, todas salidas de la mente imaginativa y ávida de fortuna de los conquistadores; bastaban unas palabras o gestos de los indígenas para que se creara una leyenda. Las hubo por doquier: La Fuente de la Juventud, en Florida; Las Siete Ciudades de Cíbola, al norte de México; El Dorado, buscado desde el Caribe hasta el Amazonas; la famosa Sierra de la Plata y el Rey Blanco, de la zona del Río de la Plata; y por fin la más longeva de ellas, La ciudad de los Césares, de la Patagonia. Estas últimas eran un reflejo del esplendor de los incas del Perú comentado por los indígenas a los conquistadores, los cuales sólo querían escuchar dónde estaban el oro y la plata. En La Ciudad de los Césares también tienen su origen las historias de náufragos abandonados y conquistadores perdidos a lo largo de la Patagonia.

El César

La leyenda de la Ciudad Encantada de los Césares surge a partir de varios hechos que sucedieron a lo largo de la conquista de nuestro territorio, pero en especial de uno, que ocurrió durante el viaje de Caboto.

En el año 1527, Caboto funda un fuerte llamado Sancti Spiritus en la confluencia de los ríos Carcarañá y Paraná. Es el primer asentamiento de la Argentina. Mientras él preparaba una expedición río arriba por el Paraná, en 1528 manda una partida a explorar el interior del territorio. Parten en noviembre catorce hombres liderados por el capitán Francisco César. Un hombre audaz este César, se internó hacia el oeste. Antes dividió su pequeña columna en tres partes: una fue hacia el sur, a la tierra de los querandíes, de la cual nunca más se supo; otra se internó en las tierras de los carcarañás, de la cual tampoco se tuvo noticias, y por último, la tercera, al mando del propio César, siguió el curso del río Carcarañá, hacia el Noroeste. Esta tercera columna fue la única que volvió al fuerte: siete hombres que anduvieron doscientos cincuenta o trescientas leguas (mil cuatrocientos o mil setecientos kilómetros) durante tres meses. Volvieron y contaron maravillas. "...habían visto grandes riquezas de oro e plata e piedras preciosas", según surge de las declaraciones del propio César y sus soldados en Sevilla, cuando procesaron a Caboto por desobediencia.

A esta incursión de Francisco César, algunos autores la hacen llegar hasta el Nahuel Huapí y otros hasta el Perú, donde se habrían entrevistado con el Inca. Seguramente los pobres habrían vagado erráticamente, rendidos por el hambre y la fatiga, hasta toparse con la cordillera, donde los indígenas les habrían contado sobre la riqueza de los incas. Esas riquezas las atribuirían a esa ciudad maravillosa, la Ciudad Encantada, que pasaría a llamarse la Ciudad de los Césares, en honor a Francisco César y a sus valientes que la habrían descubierto. Esta aventura constituyó el núcleo original del mito de la Ciudad Encantada que fue ubicada desde las pampas y la cordillera, hasta la costa atlántica y la Patagonia austral.

Para avivar la leyenda, se agregaron los náufragos que habían quedado en la Patagonia tras las fallidas expediciones de Alcazaba, y del Obispo de Plasencia, y las ciudades que fundó Sarmiento de Gamboa.

Mas leña al fuego

Alcazaba intento poblar la Patagonia en 1534 dejando su vida y algunos náufragos en la zona. Años mas tarde la expedición del Obispo de Plasencia que intento cruzar el Estrecho de Magallanes dejó ciento cincuenta hombres refugiados en tierra, de los que nunca se supo más nada.

Lo mismo les ocurrió a los pobres pobladores de las dos ciudades que fundó Sarmiento de Gamboa en el estrecho, quien luego de fundarlas en 1584, las debe abandonar a su suerte. Había soldados y cincuenta y ocho colonos, trece mujeres, diez niños y veintiséis obreros. De ellos se habla aquí.

Según el imaginario estos pobres náufragos, que seguramente murieron de hambre o a manos de los indígenas, formaron parte de la Ciudad de los Césares; algunos dicen que fueron ellos quienes la fundaron. También se incluyó a los incas que huyeron de Cuzco después de la prisión de Atahualpa a manos de Pizarro.

Otros supuestos habitantes de la Ciudad Encantada fueron los pobres habitantes de la ciudad chilena de Osorno que tuvieron que huir hacia el sur, en 1599, perseguidos por los araucanos. Nunca más se supo de ellos; hasta 1790 no se vuelve a hablar de Osorno.

La búsqueda

Conquistados por todas estas historias, fueron muchos los españoles que partieron en expediciones en busca de la Ciudad Encantada de la Patagonia, desde 1576 hasta 1794.

Las expediciones más importantes y serias fueron la de Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias), que salió de Buenos Aires en 1604, y la de Gerónimo Luis de Cabrera, desde Córdoba en 1622. Ambos buscan la ciudad a través de las pampas. El padre Mascardi y el padre Menéndez lo hacen desde Chile y atraviesan la cordillera de los Andes en su busca. Marcardi realiza dos viajes en 1670, otro en 1672 y el último en 1673, durante el cual pierde la vida. Menéndez realiza varios viajes entre 1783 y 1794, en busca de la mítica Ciudad de los Césares; fue el último viajero que la buscó. No se dio cuenta de que la ciudad que le mencionaban los indígenas era Carmen de Patagones, fundada en 1779 y desconocida del lado chileno.

La gente de los últimos tiempos del período colonial siguió creyendo en el mito, y los indígenas siguieron contando leyendas de ciudades encantadas en el fondo de los lagos, en lo alto de montañas, etc.

Gracias a este mito se recorrió y conquistó gran parte del territorio de la actual Argentina.

Para saber más

Domínguez, Manuel. El alma de la raza.

Fernández de Castillejo, Federico. La ilusión de la conquista. Atalaya. Buenos Aires, 1945.

Fitte, Ernesto J. Hambre y desnudeces en la conquista del Río de la Plata. Academia Nacional de la Historia. Bue-nos Aires, 1980.

Gandía, Enrique. “Descubrimiento del Río de la Plata, del Paraguay y del estrecho de Magallanes”. En: Historia de la Nación Argentina. El Ateneo y Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 2° edición, 1955. Tomo II, capitulo III.

Gandía, Enrique de. Historia crítica de los mitos de la conquista de América.

Guzmán, Ruy Diaz de. La Argentina. Emecé, Buenos Aires, 1998.

Rubio, Julián María. Exploración y conquista del Río de la Plata : siglos XVI y XVII. Salvat, 1953.

Lozano, P. Pedro. Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. Buenos Aires, 1873.

Morales, Ernesto. La ciudad encantada de la Patagonia. Secretaría de Cultura de la Nación Teoría. Buenos Aires, 1994

martes, agosto 07, 2007

La Maldonada, desgracias en la primera Buenos Aires

Fueron muchas las mujeres que se hicieron famosas en la conquista de América. En este capítulo se contará la historia de una de ellas, bastante legendaria, de quien no se supo ni el nombre; sólo su sobrenombre: la Maldonada.

Ya han visto los padecimientos que sufrieron los pobladores de la primera Buenos Aires. Muchos no pudieron tolerarlos, así como tampoco los malos tratos de los capitanes. Entonces deciden desertar de su deber de conquista-dores y partir en busca de una nueva vida a otro lado.
Una mujer española, no pudiendo soportar más el hambre ni los sufrimientos, decidió marcharse con los indíge-nas. No tenía nada que perder, o se moría de hambre en Buenos Aires, o la mataban los indígenas, pero tal vez és-tos la dejasen sobrevivir. Y como dice el cronista Ruy Díaz de Guzmán: “…tomando la costa arriba llegó cerca de la Punta Gorda en el Monte Grande (sur del Riachuelo); y por ser ya tarde buscó dónde albergarse, y topando con una cueva grande que hacía la barranca de la misma costa, y repentinamente topó con una fiera leona que estaba en doloroso parto…”. Según cuenta Díaz de Guzmán, la mujer se desmayó al instante del susto; la leona viendola como presa fácil acometió para atacarla, pero se arrepintió al ver que ni se preocupaba por su vida. La mujer al ver esa muestra de bondad, decidió ayudar a la leona en el parto, trayendo al mundo dos leoncillos. La española se quedó algunos días con ellos; la leona, aparte de alimentar a sus crías, lo hacía también con la famélica mujer.

Un día al salir de la cueva para tomar agua en la orilla del río, se topó con un grupo de indígenas. Inmediata-mente la tomaron prisionera y la llevaron a su morada. Uno de los ellos la tomó por esposa.

Tiempo después, uno de los capitanes de Mendoza estaba recorriendo la zona cuando al llegar al asentamiento indígena reconoció a la española y la llevó con él. Pero como todos sabían sobre la huida de esta mujer, se decidió castigarla por traición. Resolvieron echarla a las fieras. La condujeron hasta la orilla del río y la ataron desnuda a un árbol, para que las bestias le diesen el castigo merecido.

Éstas se fueron acercando por la noche, pero entre ellas también estaba la leona que había ayudado la española. Ésta al verla tan desguarnecida, se quedó y la defendió de los ataques de otras fieras, dándole calor cuando se alejaban. Así lo hizo durante tres días. Para entonces, el capitán mandó a unos soldados a ver qué quedaba de la española. Los soldados la encontraron viva y, con la leona y sus leoncillos a sus pies, la cual sin atacar a los españoles se corrió a un lado para que pudiesen llegar hasta el árbol. Desataron a la mujer y la llevaron a Buenos Aires. La leona daba bramidos de pena al ver alejarse a su bienhechora.

De esta manera, la española quedó libre de su sentencia, ya que ésta no había podido llevarse a cabo. Ruy Díaz de Guzmán, cronista, es el que nos trajo esta historia, él dice en su libro “…la cual mujer yo la conocí y la llamaban la Maldonada, …”. Es una interesante historia que no pasa de ser una de las tantas que cuenta Ruy Díaz en su libro La Argentina, las cuales tienen más de leyenda que de verdad.

Esta historia dio origen al nombre del arroyo Maldonado, que corre actualmente entubado y subterráneo a lo largo de la avenida Juan B. Justo, en barrio de Palermo de la ciudad de Buenos Aires.

Para saber más
Guzmán, Ruy Diaz de. La Argentina. Emecé. Buenos Aires, 1998.