lunes, octubre 29, 2007

Los espías de Los Andes, durante la campaña de San Martín

La campaña de los Andes que estaba preparando San Martín en 1816 no se podía planear sobre la base de ideas, había que manejarse sobre terreno seguro. Por eso mismo San Martín contó con los profesionales del secreto, a fin de rastrear pasos desconocidos en la cordillera que le permitieran una marcha tranquila en su cruce de los Andes. No solamente esto, sino que los espías le permitieron saber las claves militares del enemigo, guardias y hasta el estado psicológico de los pueblos a los que iba a liberar.

El propio gobierno de Buenos Aires le recomendó a San Martín la utilización de espías. El Director supremo Ignacio Álvarez Thomas le decía a San Martín el 10 de mayo de 1815, que "en acuerdo de esta fecha he resuelto que los oficiales D. Diego Guzmán y D. Ramón Picarte pasen al Estado de Chile con el importante fin de promover en él la insurrección contra el gobierno español, y que informen a usted de cuantas noticias crean interesantes...”.

Este Diego Guzmán, bajo el seudónimo de Víctor Gutiérrez, fue uno de los mejores agentes de San Martín en Chile y logró enviar al Libertador una lista muy completa de la tropa, armamento y disciplina del enemigo. También le pasaba los nombres de los oficiales enemigos de mayor influencia, y el panorama general de Chile, en cuanto a organización política.

Como no había muchos agentes capacitados, San Martín adopto dos sistemas clásicos de inteligencia: el celu-lar y el radial. Con el sistema celular podía encarar operaciones en áreas grandes y flexibles, se utilizaba para buscar información sobre el ejército hispano. El segundo sistema sólo lo aplicaba para misiones muy especiales en lugares distantes o de difícil acceso.
Un ejemplo del sistema radial son las operaciones de Juan Pablo Ramírez, alias Antonio Astete; que informó a San Martín sobre varios detalles de sumo interés sobre el terreno donde se llevaría a cabo la batalla de Chacabuco.

El sistema celular o de células fue el más usado y consistía en centros de espionaje divididos en células, las cuales se situaban en las casas de patriotas chilenos que tenían la confianza de los españoles. En ciudades como Santiago, Coquimbo, Concepción, Talca y Curicó.

¿Quiénes eran?

Los agentes eran por lo general emigrados chilenos, muchos de los cuales pertenecían a familias de clase alta, y eran voluntarios en estos trabajos. Esto facilitaba la infiltración.

Grandes espías fueron Manuel Rodríguez, alias El Español o Alemán; Antonio Merino, alias El Americano; Jorge Palacios, alias El Alfajor; y muchos más. Estos no tuvieron un lugar en los manuales de historia, pero gracias a ellos se llevó a cabo el gran cruce de los Andes con todo éxito.

Manuel Rodríguez fue tal vez el mejor de los espías de San Martín; era abogado. En su desempeño como espía se encargó de enviar informes sobre la formación y actividad de los ejércitos hispanos, organizaba células de espionaje y subversión. Su cabeza tenía precio, y bastante alto. Participó en la batalla de Maipú; murió asesinado por un oficial español el 26 de mayo de 1818.

Otro de los grandes agentes de San Martín fue Domingo Pérez, el cual se encargaba, bajo la cobertura de un hombre de negocios que viajaba entre Chile y Mendoza, de los enlaces entre el mando de San Martín y las células infiltradas en territorio enemigo.

El engaño

No sólo se organizaban redes de espionaje con el fin de conseguir información, sino que también se engañaba al enemigo, mediante señales e informaciones falsas. La intriga política.
Un ejemplo curioso de la intriga política, es el del Dr. Antonio Garfias. Éste, que era un agente prorealista, El 23 de enero de 1816 se fuga de Buenos Aires. El gobierno se enteró de que se dirigía a Chile. Los conocimientos que tenía Garfias sobre el estado de las Provincias Unidas del Plata era muy bueno, así que por eso el gobierno temió su divulgación. Por carta se dan instrucciones a San Martín de que desprestigie a Garfias en Chile mediante sus agentes. "Haga usted esparcir la voz -dice el comunicado- por medio de sus agentes en Chile, de que este individuo lleva comisión reservada de este gobierno y oportunamente remita V. S. al mismo algunas cartas con instrucciones aparentes, a fin de que caigan en manos de Osorio (el enemigo). Garfias arrojará contra sí la presunción de ser americano y esta circunstancia puede favorecer el proyecto...". No necesito aclarar qué pasó con el pobre Garfias.

San Martín también enviaba correspondencia falsa sobre sus propias informaciones. Esto se hacía enviando correos, bajo la estricta orden de no resistirse ante el enemigo, con planes falsos de invasión. De esta forma Marcó del Pont, jefe español en Chile, dudó del lugar desde donde iba a llegar la invasión del Ejército de los Andes, ya que muchos correos capturados marcaban la parte sur de la cordillera como la mejor para el cruce.

San Martín también utilizaba a los indígenas para su campaña de informaciones falsas, ya que éstos estaban en contacto con los españoles y eran incapaces de mantener un secreto. Se les contaba detalles de los planes sabiendo que en pocos días estarían a oídos de Marcó del Pont.

Dobles agentes y contraespionaje

También estaban los famosos agentes dobles. Eran espías españoles que respondían al mando del sacerdote hispano Francisco López, que era espía de Marcó del Pont. Pero San Martín, cuidadosamente, los había dado vuelta, y les mandaba escribir informes que él mismo redactaba. De esta forma Marcó del Pont recibía cartas falsas a través de sus propios agentes.

La seguridad y el contraespionaje estaban bien cuidados por San Martín. Tenía todos los pasos a Chile vigilados, y nadie entrar en Chile sin tener un salvoconducto firmado por él. Logró detener y ubicar a muchos espías enemigos de esta forma, entre ellos al célebre padre López.
Un caso de contraespionaje lo tenemos en Miguel Castro, un sospechoso detenido en un puesto avanzado de la cordillera. Castro se hacia pasar por minero, pero al no poder justificar esa profesión, se lo mandó a Buenos Aires. Allí fue interrogado y se constató que no era ningún minero. Los espías eran casi todos voluntarios ad honorem, eran muy pocos los mercenarios que lo hacían por dinero, la gran mayoría lo hacía por puro patriotismo. De todos modos San Martín les mandaba dinero para comprar soplones y para gastos. No se sabe si utilizaban códigos, claves, cifrados o alguna otra forma de disimular el mensaje, pero no sería extraño que lo hicieran. Los españoles lo hacían utilizaban un sistema simple que consistía en remplazar las letras por números, separando las palabras con comas, y poniendo puntos en cualquier lado solo para despistar.

La correspondencia se llevaba por medio de caballos y mulas, pero también existen pruebas de que utilizaban palomas mensajeras: "...vuestra correspondencia ha de continuar si no por esa vía será por los aires..." dice el agente Segovia en una carta enviada a San Martín.

Los españoles también tenían espías, y los utilizaban con abundancia. En 1814 Belgrano identificó a uno, un tal Ramón quien se había hecho pasar por enfermo y había conseguido un pasaporte firmado por el mismo creador de la bandera. San Martín arrestó también a varios espías españoles.

Gracias a todos estos héroes anónimos se evitaron muertes innecesarias, campañas fracasadas y el predominio del poder español en estas latitudes.

Para saber más
Alonzo Piñeiro, Armando. La historia argentina que muchos argentinos no conocen. Buenos Aires. Depalma, 1992.
Cañás, Jaime. “Los espías de San Martín”. En: Todo es Historia. Buenos Aires, N° 16, agosto de 1968.

martes, octubre 09, 2007

Náufragos en las Malvinas (1812)

Durante varios años no hubo autoridad en las islas Malvinas. Como vimos, los españoles habían retirado a sus gobernantes. Si bien Buenos Aires las daba por suyas, en las islas no había ningún tipo de gobierno. Muchos barcos de diferentes banderas, ingleses y estadounidenses sobretodo, utilizaban las islas como puerto de recalada en viajes más largos. O se dedicaban a la explotación de los recursos naturales de las islas, como pieles de focas y lobos marinos.

El capitán Charles H. Barnard, protagonista de nuestra historia, era uno de estos marinos; conocía muy bien las Malvinas, por haberlas explorado en expediciones anteriores.
En esta ocasión Barnard había preparado una expedición, que parecía iba a ser un éxito rotundo. Imaginó ir a las Malvinas con una tripulación de marinos experimentados dispuestos a permanecer un invierno en ellas. El plan consistía en que el buque volvería al puerto de origen una vez terminada la labor de caza, pero un grupo de hombres sería dejado en tierra para continuar con la matanza de focas. Cuando el barco volviese, recogería a la tripulación y el cargamento e iría a China, el mejor mercado del momento para vender la mercadería.
Zarparon de Estados Unidos el 12 de abril de 1812. Una tripulación experta acompañaba a Barnard, incluido su padre de sesenta años, quien se encargaría de conducir al Nanina, su barco, de regreso a Nueva York. El 7 de septiembre arribaron a las Malvinas, exactamente a la isla Goicoechea, New Island según ingleses y norteamericanos. Enseguida armaron una ballenera bastante grande, que traían desarmada, y que utilizarían para movilizarse. Una vez lista, comenzaron la cacería por las islas cercanas. En uno de esos viajes se encontraron con un buque compatriota, que les avisó sobre el comienzo de una guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña.

Luego de un tiempo se trasladaron a la Gran Malvina, y siguieron allí con la cacería. Uno de esos días de caza, vieron a lo lejos una columna de humo. Barnard decidió ir a averiguar a qué se debía ese humo, para descartar que fuese una autoridad de Buenos Aires. Descubrió que eran náufragos ingleses, cuarenta y siete sobrevivientes del buque inglés Isabella, que iba desde Australia a Londres cuando naufragó.

Náufragos ingleses

Antes de seguir vamos a ver quiénes eran estos ingleses, y qué hacían ahí.
Por una impericia de su capitán, George Higton (se dijo que estaba ebrio), el Isabella naufragó en Pig Point, en el islote Speedwell, al norte de la isla Soledad. Esto ocurrió el 9 de febrero de 1813. El Isabella transportaba a unos pasajeros bastante curiosos. Australia, en esos tiempos, era la cárcel de Gran Bretaña; allí enviaban a todos los indeseables, incluso a menesterosos o indigentes cuyo único delito cometido era el de ser pobre. Viajaban, aparte de los once de la tripulación, dos importantes militares con sus esposas e hijos; la acompañante del capitán, Mary Ann Spencer, mujer codiciada por muchos; y el más curioso de todos, sir Henry Hays, entre otros.

Hays había conseguido su título de nobleza brindándole una ayuda especial a un ministro. Luego raptó a una joven de buena posición económica para casarse con ella. Por este hecho fue encarcelado y sentenciado a cadena perpetua en Australia. Después de catorce años, brindó su ayuda al Gobernador de Australia en un momento oportuno, y recibió a cambio la conmutación de su pena. Entonces emprendió el regreso a su patria en el Isabella.

Luego del accidente, los ingleses se trasladaron a tierra en un bote y dejaron que el barco se hundiese. Como no tenían muchas provisiones, decidieron ir en busca de ayuda. Enviaron para esto al capitán Brooks, uno de los pasajeros del Isabella, al mando de un bote. La idea era llegar al primer puerto que avistasen, y pedir ayuda. En el bote iban también el teniente Loudin y cuatro marineros. Lo increíble fue que llegaron al Río de la Plata tras recorrer más de mil ochocientos kilómetros. Partieron el 22 de febrero, y llegaron a Buenos Aires el 31 de marzo, tras poco más de un mes de viaje. Una vez en Buenos Aires pidieron auxilio a la estación naval inglesa en el Río de la Plata, al mando del capitán Heywood, quien envió un buque que socorriera a los náufragos. La casualidad nos da otro personaje curioso, este Heywood había sido víctima del famoso motín del Bounty en 1789, sobre el cual se filma-ron dos películas, la última protagonizada por Mel Gibson.

Salvadores burlados

Mientras tanto Barnard ayudaba a los náufragos ingleses. Les contó del estado de guerra entre sus respectivas naciones, firmaron un convenio y embarcó parte de los sobrevivientes, mujeres y niños. Luego Barnard llevó a esta gente al campamento, donde estaba su buque; recordemos que estaban en la ballenera. En el lugar del naufragio quedaron algunos hombres de Barnard y el resto de los ingleses con la misión de recoger todo lo que sirviese de la nave hundida.

Los estadounideses comenzaron a preparar el Nanina para partir en busca del resto de la gente y poder llevarlos a algún lugar seguro. Mientras se realizaban los preparativos, Barnard, junto con cuatro voluntarios y su perro de caza llamado Cent partieron en la ballenera a cazar pájaros y chanchos salvajes en la isla San Rafael. Tres de los voluntarios eran ingleses, el otro era uno de los hombres de Barnard. Volvieron al anochecer luego de una buena jornada de caza. Una tremenda sorpresa los esperaba: el Nanina había desaparecido. Los ingleses habían capturado el barco, y huido. Buscaron por todos lados, aunque sea alguna una carta aclaratoria, pero no había nada.

Lo primero que hacen los nuevos náufragos, es lanzar el bote que les quedaba al mar, y tratar de llegar al lugar del naufragio inglés, pero los fuertes vientos se los impidió. Tratan de cruzar una parte de la Gran Malvina por tierra arrastrando el bote, pero el mal tiempo, la debilidad y la falta de alimentos, deciden a Barnard a volver a San Rafael, donde se podrían abastecer fácilmente de alimento.

El 12 de julio llegan al lugar, dos días más tarde se dirigen a la isla Goicoechea. Barnard organiza todo muy bien, el trabajo se reparte entre todos (tres ingleses y dos estadounidenses), unos cazaban chanchos salvajes y focas, y otros hacían ropa con las pieles obtenidas; tenían que pasar el invierno. Y no descuidaban la vigilancia de las costas, por si aparecía algún auxilio.

Nuevo abandono

Así pasaron los meses, y el 10 de octubre los cuatro compañeros de Barnard se apoderaron del bote y de Cent, el perro, y se fugaron; lo dejaron solo y sin nada. Se habían llevado el único medio de transporte que tenían, los ele-mentos para encender fuego y todo lo demás.

Sin desatender el fuego que había quedado prendido, ya que no tenía medios para volver a encenderlo, Barnard se las fue ingeniando para sobrevivir. Construyó una pequeña choza de piedras, erigió un mástil con una bandera de pieles; hasta se construyó una cacerola para cocinar con un pedazo de chapa. Luego de varios días descubrió un nuevo sistema para encender el fuego. Los meses fueron pasando, y en diciembre regresaron los compañeros de Barnard, arrepentidos; volvían con el bote intacto y con el perro Cent. Barnard no castigó a nadie, estaba en inferioridad de condiciones, pero volvió a tomar el mando de la pequeña comunidad de náufragos. Los cuatro marineros le contaron sus andanzas. Lo primero que habían hecho fue llegar hasta el lugar del naufragio inglés, para ver si había algo de valor, pero los ingleses que robaron el Nanina, ya se habían llevado todo. Sólo habían dejado una botella que contenía noticias de ellos. Decían que habían robado el Nanina y abandonado a su salvador, porque tenían miedo que Barnard los tomase como prisioneros de guerra.

El tiempo siguió pasando para los náufragos. Los cinco se llevaban bien, pero uno de ellos era muy problemático; Samuel Ansel, uno de los tres marineros ingleses, y el principal instigador del abandono de Barnard, en meses pasados. Como Ansel no dejaba de protestar y contradecir al capitán, Barnard decidió amonestarlo. El 29 de diciembre de 1813, lo dejaron solo en las costas de la isla San Rafael, para que meditase y escarmentase. Apenas en febrero de 1814 lo fueron a buscar. Había escarmentado, ahora estaba más sociable y dócil.

Como el tiempo pasaba y no había señales de auxilio, Barnard se preparó para pasar el nuevo invierno. Los me-ses pasaron más lentos. Fueron nuevamente al lugar del naufragio inglés, y consiguieron clavos, sogas, lonas, algu-nas maderas, trece papas y unos anteojos, los cuales servían para prender el fuego.

Salvación

Finalmente, luego de un año y nueve meses de abandono, el 25 de noviembre, aparecen unos barcos en Goicoechea , donde estaban los cinco náufragos. Eran dos buques ingleses que venían a salvarlos. Allí se enteraron finalmente de qué fue lo que pasó cuando Barnard y sus cuatro acompañantes se fueron a buscar provisiones.

El capitán inglés Durie ayudado por sus hombres armados y por los demás ingleses rescatados, dominaron a la tripulación de Barnard y controlaron al Nanina. Luego fueron en busca de los ingleses que quedaban en el lugar del naufragio, y allí se encontraron con un barco inglés, que había sido enviado desde Buenos Aires para socorrerlos. El capitán de ese barco tomó posesión del Nanina como botín de guerra; así fue enviado a Río de Janeiro y luego a Inglaterra. Y nadie se volvió a acordar de Barnard y los cuatro marineros.

Pero finalmente, fueron rescatados y se repartieron en los dos barcos ingleses, Barnard junto a dos de sus compañeros en uno y los otros dos, en el otro. Pero no iban a Buenos Aires ni a ningún puerto conveniente para los exnáufragos, ya que cruzaron el Cabo de Hornos, al sur de Tierra del Fuego, en dirección al Pacífico. No tocarían puerto en muchos meses. Por eso Barnard decidió hacer una de las suyas y llegar a la costa americana por su cuenta.

Largo camino a casa

Barnard, sus dos compatriotas y el perro Cent arriaron su bote, que los ingleses habían salvado, a muchas millas del continente y partieron en busca de algún puerto americano. Llegaron a Pisco, y de allí puerto en puerto, hasta llegar a Lima. Allí vieron al cónsul estadounidense, quien los ayudó en todo lo que pudo. Le consiguió a Barnard un lugar en el buque Eliza, que partió el 16 de mayo de 1815 hacia el sur. Pero la impaciencia por volver a la patria pudo más con Barnard. El buque Eliza era un pesquero, se detuvo a pescar en una de las islas Juan Fernández, frente a la costa de Chile. Barnard decidió desembarcar y pasar el tiempo en la isla.

Luego de un mes en la isla, el 20 de agosto, llegó otro buque, llamado Millwood, Barnard entro en tratos con ellos y se enteró de que iba a Cantón, China; y de ahí seguiría directamente a Estados Unidos. Se embarcó enseguida, antes dando aviso a los del Eliza. Si no se olvidaron, Cantón era el destino original de Barnard, al que al fin llegó algunos años más tarde.

Por último Barnard se trasbordó a otro barco, y finalmente logró llegar a Estados Unidos el 24 de octubre de 1816, luego de más de cuatro años de ausencia. Pero no se quedó quieto, al poco tiempo de llegar, ya partía nuevamente en una expedición pesquera... Finalmente, era un hombre de mar.

Para saber más

Caillet-Bois, Ricardo. Una tierra argentina, Las Islas Malvinas. Jacobo Peuser. Buenos Aires, 1948.
Canclini, Arnoldo. Malvinas. Su historia en historias. Buenos Aires, Planeta, 2000.
Fitte, Ernesto J. Una aventura de náufragos en las Islas Malvinas. Buenos Aires, 1959.
Groussac, Paul. Las Islas Malvinas. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1936.

miércoles, octubre 03, 2007

¿Ayuda indígena durante las Invasiones Inglesas a Buenos Aires?

Como vimos en el capítulo anterior, el 27 de junio de 1806 un ejército inglés de más de mil quinientos hombres y cuatro piezas de artillería conquista Buenos Aires, una ciudad que al momento contaba con no más de cuarenta mil habitantes. La ciudad es reconquistada el 12 de agosto del mismo año por las fuerzas locales: dos mil quinientos hombres al mando de Santiago de Liniers.

Lo que muy pocos saben es el papel que jugaron los indígenas en las Invasiones Inglesas. Cuando hablo de los indígenas, no me refiero a los que integraban los cuerpos voluntarios que se constituyeron para resistir al invasor y que vivían y trabajaban en Buenos Aires. Éstos contaron al menos con dos agrupaciones principales: Indios, Morenos y Pardos (con cuatrocientos veintiséis hombres en 1806) y cuerpo de Indios, Morenos y Pardos de Infantería (con un total de trescientos cincuenta y dos hombres). Pero de ellos no se trata este artículo. Sí, de los indígenas libres de la provincia de Buenos Aires, cuyos caciques concurrieron al Cabildo de Buenos Aires a ofrecer su ayuda en la lucha contra el invasor.

Estos indígenas eran los tehuelches que habitaban la Pampa y la Patagonia, y luchaban constantemente con los araucanos provenientes de Chile.

Una visita inesperada

Cinco días después de la rendición de los ingleses, el 17 de agosto de 1806, mientras los miembros del Cabildo trataban sobre los problemas del momento, "... se apersonó en la sala (dice el acta correspondiente a la fecha) el indio pampa Felipe con don Manuel Martín de la Calleja y expuso aquel por intérprete, que venía a nombre de dieciséis caciques de los pampas y cheguelches a hacer presente que estaban prontos a franquear gente, caballos y cuantos auxilios dependiesen de su arbitrio, para que este I. C. echase mano de ellos contra los colorados, cuyo nombre dio a los ingleses; que hacían aquella ingenua oferta en obsequio a los cristianos, y porque veían los apuros en que estarían; que también franquearían gente para conducir a los ingleses tierra adentro si se necesitaba: y que tendrían mucho gusto en que se los ocupase contra unos hombres tan malos como los colorados...".

Los cabildantes agradecieron el ofrecimiento y pidieron a Felipe que comunicase a los caciques que harían uso de la oferta "en caso necesario y la tendrían muy presente en todo tiempo". Y, además, se le dio al cacique Felipe tres barriles de aguardiente y un tercio de yerba mate. Una forma de dejarlo contento sin ofenderlo.

Al mes, los indígenas vuelven al Cabildo. Esta vez Felipe acompaña al cacique pampa Catemilla. Ratifican la oferta anterior "y expuso que sólo con el objeto de proteger a los cristianos contra los colorados [...], habían hecho las paces con los Ranqueles, con quienes están en dura guerra". La escuadra de Popham seguía en el Río de la Plata esperando refuerzos, pero los cabildantes otra vez agradecen la ayuda ofrecida; les dicen que los llamarán en caso necesario y le entregan un regalo como a Felipe el mes anterior.

En otra sesión, el 22 de diciembre, se presentan diez caciques. Los cabildantes les dicen a los indígenas que "la fidelidad, amor y patriotismo de las numerosas y esforzadas tropas que en cuerpos se hallan formadas, aseguran la defensa de esta hermosa capital y por lo mismo sólo os encomiendan hoy el celo y vigilancia de nuestras costas, para que los ingleses nuestros enemigos y vuestros a quienes llamáis colorados, no os opriman ni priven de vivir con la tranquilidad que disfrutáis y os profesan las mejores y más benignos de los Soberanos del Mundo."

Siguen las visitas

Como si fuera poco, el 29 de diciembre se presentan los caciques Epugner, Errepuento y Turuñanquu que ofrecen además de su colaboración, la de los otros caciques: Negro, Chulí, Laguini, Paylaguan, Cateremilla, Marcius, Guaycolan, Peñascal, Lorenzo y Quintuy. Ofrecen hombres y ayuda.

Los caciques estaban dispuestos a no ser menos unos que otros en cuanto a ofrecer ayuda. Dos meses antes de la segunda invasión inglesa, en abril de 1807, se presenta el cacique Negro de Patagones a ofrecer su ayuda y la de otros jefes que lo acompañan.

A pesar de tantos ofrecimientos de ayuda indígena y los agradecimientos de españoles y criollos, la alianza no se concreta. Los gobernantes desconfiaban de los indígenas y los despreciaban. Esa desconfianza fue la causa de que no se los convocara para la lucha contra los ingleses durante la segunda invasión inglesa.

Los refuerzos ingleses llegaron, y desembarcaron en junio de 1807 en Ensenada. Esta vez eran muchos más, cerca de diez mil hombres al mando de John Whitelocke. Buenos Aires estaba preparada, con una fuerza de siete mil hombres comandados por Liniers, el héroe de la reconquista. La ciudad entera combatió; un soldado inglés dijo que cada chico, cada mujer, cada vieja y cada casa eran su enemigo. Las calles de Buenos Aires fueron el campo de batalla, un infierno. Los invasores fueron vencidos a un gran precio. Los "colorados" dejaron definitivamente sus ideas colonialistas con Buenos Aires.

¿Hacía falta que la ciudad se convirtiera en un infierno? ¿Que los campos fueran devastados por el enemigo? ¿Se habría eliminado a los ingleses antes con la ayuda indígena? Nunca pudo saberse debido a la desconfianza que tuvieron los cabildantes de los indígenas, y al temor que provocaba la idea de tener veinte mil indios y sus caballos dando vueltas por la ciudad, por más “amistosos” que quisieran parecer.

Para saber más
Archivo General de la Nación [Argentina] – Acuerdos del extinguido cabildo de Buenos Aires. Serie 4: t.2 - libros 59, 60, 61 y 62, 1805 a 1807. Archivo General de la Nación, 1926.
Cordero, Héctor Adolfo. En torno a los indios en las Invasiones Inglesas. Buenos Aires, La Prensa, suplemento cultural, junio 1971.

martes, septiembre 25, 2007

Islas Malvinas: Primeros pasos

Las islas conocidas actualmente como Malvinas o Falkland tienen una muy larga historia, a través de la cual se sucedieron, sin descanso, muchas contiendas para ver quién tenía los derechos de posesión sobre ellas.

Para los países de habla hispana las islas son conocidas con el nombre de Malvinas. Éste proviene de una expedición francesa que las bautizó así, debido a que la mayoría de sus marineros, sino todos, provenían del puerto francés de Saint Malo; eran los malouines. El nombre se oficializó cuando el francés Bougainville tomó posesión de las islas. Pero para los hablantes de la lengua inglesa las islas son conocidas como Falkland. El inglés John Strong las bautizó con ese nombre, aunque en realidad llamó así al estrecho que separa las dos islas más grandes del archipiélago; luego se aplicaría a la totalidad de las islas. El nombre fue elegido en honor al comisionado del Almirantazgo inglés de esa época, Anthony Falkland.

Descubrimiento
Su descubrimiento fue objeto de muchas discusiones entre los bandos que disputan su soberanía actualmente, Argentina y Gran Bretaña.

En la actualidad se sabe con seguridad quiénes fueron sus primeros descubridores. El historiador Rolando Laguarda Trías pudo probar fehacientemente que las islas fueron avistadas en 1520 por el piloto portugués Estéban Gomes, quien formaba parte de la expedición española de Hernando de Magallanes. Al parecer fue a fines del mes de julio de dicho año.

Este descubrimiento es muchos años anterior al que alegan los ingleses para sostener sus derechos sobre las islas. El supuesto descubridor inglés sería John Davis, quien integraba la segunda expedición del corsario Caven-dish. Habría ocurrido en 1592, pero la descripción que hace Davis de las islas dista mucho de parecerse a la realidad. Richard Hawkins sería un “redescubridor” (1594), pero también las describe de una forma muy extraña. Los autores ingleses más imparciales dicen que las historias de estos dos marinos ingleses contienen muchos errores y datos dudosos que invalidan su pretendido descubrimiento.

Colonización

Pero no serían ni los españoles ni los ingleses sus primeros pobladores. Un francés, el joven oficial Louis Antoine de Bougainville, fue el propulsor de la fundación de una colonia en las islas. Le propuso al duque Estéban F. De Choiseul, ministro de relaciones exteriores, un plan para establecer una colonia en Malvinas a su propia cuenta y riesgo. La idea gustó al gobierno francés. Entonces Bougainville procedió enseguida a preparar la empresa. Embarcó familias canadienses en dos buques y partió hacia las islas. En enero de 1763 se detuvo por breve tiempo en Montevideo para comprar ganado. Más tarde llegó a la isla Soledad, a una bahía que hoy se llama Berkeley. Como era un excelente lugar decidió fundar allí el fuerte y puerto San Luis. La nueva colonia tenía veintinueve pobladores, incluyendo cinco mujeres y tres niños. Construyeron casas cubiertas por tepes de turba y unas pocas de piedra; no había madera en las islas. Se construyó un fuerte y se encaminó la colonia.

Al poco tiempo Bougainville volvió a su país, y dejó a cargo de la colonia a su tío. Luego regresa en enero de 1765 con ochenta nuevos colonos. Antes pasa por el estrecho de Magallanes para conseguir madera. Estuvo tres meses en las islas, y luego partió en busca de nuevos colonos, los que llegaron a ser ciento cincuenta.

Pero esta situación no pasó desapercibida en Europa; todas las otras naciones se enteraron. España protestó por la violación de sus derechos sobre esas tierras. Los diplomáticos dialogaron y Francia terminó por ceder y reconocer la soberanía española. El proceso de devolución fue muy caballeresco. España reconoció los gastos de Bougainville y se los reintegró. Asimismo se decidió a conservar y fomentar la colonización de las islas Malvinas.

El 28 de febrero de 1767 partieron las naves francesas y españolas para efectuar el traspaso. El 1° de abril, en una ceremonia en el puerto San Luis, los franceses entregaron las islas al mando español. Éstas pasaron a depender de la Capitanía General de Buenos Aires. Se nombró primer Gobernador español de Malvinas a Felipe Ruiz Puente. Tenía a su mando a ciento quince personas, treinta y siete de los cuales eran franceses y el resto, españoles. Había pescadores, marinos, sacerdotes y cinco presidiarios desterrados. Tres naves custodiaban el puerto y las islas.

La situación de los pobladores era muy precaria. Aparte de la incomunicación con el mundo, sus viviendas eran muy pobres. El clima era muy frío, y casi siempre estaba nublado. El puerto cambió de nombre en 1770, pasó a llamarse Puerto Soledad.

Llegan los ingleses

Pero para aquella época entraba en escena el otro protagonista de la historia malvinense: el gobierno británico. El 12 de enero de 1765 los ingleses llegaron a las islas al mando del comodoro John Byron. Divisaron una pacífica bahía a la que llamaron Port Egmont. Habían partido con las órdenes de reconocer y establecerse en las islas llamadas Pepys o Falkland. En este punto se ve otra vez la confusión de los ingleses, que consideraban a las imaginarias islas Pepys como las Malvinas o Falkland.

Los ingleses desembarcan el 23 de enero. Byron toma posesión de las islas en nombre de la corona británica. Izaron la bandera en un poste y plantaron trigo y una pequeña huerta. Tres días más tarde partieron a explorar los alrededores. Enviada la noticia a Inglaterra, el gobierno decidió mandar a veinticinco hombres para que formaran parte del establecimiento por fundar.
El 8 de enero de 1766 llega a Port Egmont la nueva expedición con tres naves y los veinticinco hombres para la dotación. Fundan un pequeño establecimiento con un torreón como fuerte. Luego parten a explorar la zona y se encuentran con los franceses que estaban en puerto San Luis. Los intiman a desalojar las islas, pero los franceses no aceptan.

Mientras tanto se habían levantado varias construcciones en Port Egmont. Al mismo tiempo se llevaba a cabo el traspaso de puerto San Luis de manos francesas a las españolas.

El desalojo

En 1769, los españoles se percatan de la presencia de los ingleses en las islas. Enterado el gobierno español de esa circunstancia, manda una orden en marzo de 1770 al Gobernador de Buenos Aires, Francisco Buccarelli y Urzúa, para que expulsara a los ingleses de las islas por la fuerza si era necesario.

Desde España partieron cuatro fragatas hacia Buenos Aires. Se envió al capitán de fragata Francisco de Ruvalcava con tres barcos con la misión de ubicar y desalojar a los ingleses. El 17 de febrero de 1770 los españoles en-traron en Port Egmont. Ruvalcava procedió a intimar a los ingleses para que se marcharan del lugar. El capitán Anthony Hunt, el jefe inglés, se negó aduciendo que las islas pertenecían a la corona británica por derecho de descubrimiento. Como era habitual en la época, todo se realizó por escrito, en forma de intercambio de notas con la mayor cortesía. Había una marcada superioridad de las fuerzas inglesas sobre las españolas. Pero las naves británicas se dispersaron, dando así una estupenda oportunidad a las fuerzas españolas para desalojar a los británicos muy fácilmente.

Mientras tanto se enviaba desde Buenos Aires una poderosa flota de seis naves al mando del capitán Juan Ignacio de Madariaga para desalojar a los ingleses. Llegan el 3 de junio al establecimiento inglés. Sólo había una fragata en Port Egmont. Un bote se acercó a las fuerzas españolas para protestar por su presencia. Ambos jefes intercambiaron notas, y los ingleses invitaron a Madariaga al festejo que se llevaría a cabo por el cumpleaños de la Reina. Dos oficiales fueron en representación de Madariaga y aprovecharon para evaluar las fuerzas británicas.

El 6 de junio la flota española ya estaba toda reunida. Siguieron los intercambios de notas por los derechos de ocupación de las islas, pero viendo que los ingleses no cedían ni tenían intención de hacerlo, se programó el ataque para el día 10 de junio.

Hubo intercambio de cañonazos por parte de los buques, y los españoles desembarcaron. Pero los ingleses izaron la bandera blanca una vez dejado su honor intacto, al resistirse por un tiempo. Esto era muy común en esa época donde el honor ocupaba un lugar muy importante.
El gobierno español mandó en agosto de 1770, muy tarde ya, una anulación de la orden de ataque. Se habían dado cuenta que este ofensiva podría desencadenar una guerra. Hubo grandes movimientos en las cortes europeas. España e Inglaterra dialogaron y se resolvió que España devolvería el establecimiento de Port Egmont a los ingleses, pero no ponía en juego la soberanía española sobre las islas, la cual se mantenía. Mediante un pacto secreto los ingleses se comprometían a abandonar Port Egmont pasado un tiempo. Inglaterra volvió a ocuparlo pero sólo por tres años, tras los cuales abandonan definitivamente las islas.

Gobierno español

Mientras tanto el gobierno español no interrumpió su accionar sobre las islas hasta 1811. Treinta y uno fueron los gobernadores españoles de las Malvinas.

La vida en las islas era muy dura y no se registraban novedades a menudo. Los pobladores eran pocos, la gran mayoría, de la guarnición o condenados al exilio. Había unas treinta casas. En la colonia siempre quedaba un barco, con el cual se exploraba los alrededores y se controlaba la pesca y la caza que efectuaban los extranjeros en las islas. Esta colonia se mantenía casi únicamente para impedir una nueva ocupación de los ingleses. Aún así los gobernadores se preocuparon por mejorarla. Se construyeron edificios de piedra, cuarteles, presidios, puentes, estan-cias, muelles, etc. Gran cantidad de ganado se transportó a las islas, sobretodo vacas y caballos. En 1773, Francisco de Paula Suárez llevó a las islas cien barriles de tierra desde Montevideo con el objeto de sembrar trigo y legumbres con tierra buena.

Todo transcurría normalmente con paz y monotonía. Los gobernadores eran cambiados, primero cada dos años, luego cada año. Muchas veces permanecían dos años, pero con un año en el medio de descanso. Era la única comunicación que tenían los isleños con el mundo exterior: la nave que llegaba una vez al año. Hasta que una vez no llegó y y los isleños no sabían porque.

Revolución y abandono

El 25 de mayo de 1810, el pueblo y el Cabildo de Buenos Aires resolvieron destituir al Virrey español. Pero no todas las ciudades del Virreinato se plegaron a la revolución. Montevideo fue una de las disidentes. Hay que aclarar que en ese momento la guarnición de Malvinas dependía del Apostadero Naval de Montevideo.

Sólo el 8 de enero de 1811 se discutió sobre qué hacer con las islas Malvinas. Una junta de guerra decidió abandonarlas y traer a los pobladores y el barco que había allá para luchar contra los revolucionarios de Buenos Aires. Enviaron una embarcación para traer todo lo que había en las islas: la población y las cosas de valor. Debían dejar el ganado y cerrar todos los edificios. En febrero de 1811 llegaron a Malvinas y procedieron a cumplir las órdenes. Embarcaron a todos y dejaron un cartel con el escudo de armas de la corona española, el cual decía que las islas pertenecían al Rey de España. El acto de cierre lo lideró el último Gobernador de Malvinas, Pablo Guillén.

Se soltó el ganado, varios cientos de cabezas, y finalmente las dos naves partieron hacia Montevideo con los más de cuarenta habitantes de las islas. Así fue como las islas quedaron despobladas hasta que la naciente nación, la futura Argentina, las reclamara como herencia de la corona española.

Desde ese momento las costas malvinenses fueron visitadas cada vez más por pesqueros, balleneros y loberos de todas partes del mundo, en especial ingleses y estadounidenses.

Para saber más
Caillet-Bois, Ricardo. “Las Islas Malvinas”. En Historia de la Nación Argentina. Tomo 7b, 3° edición. Buenos Aires, El Ateneo, 1957.
Caillet-Bois, Ricardo. Una tierra argentina, Las Islas Malvinas. Jacobo Peuser. Buenos Aires, 1948.
Canclini, Arnoldo. Malvinas. Su historia en historias. Buenos Aires, Planeta, 2000.
Groussac, Paul. Las Islas Malvinas. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1936.

lunes, septiembre 17, 2007

Piratas en el Río de la Plata II

La aventura del padre Rivadeneira no terminó al llegar a sus tierras. Fueron muchos los cabos sueltos que que-daron y entramaron historias que rozan lo literario.

El piloto

Si recuerdan, el corsario inglés Fenton se había quedado con dos marineros del fraile, que eran conocedores de la zona del Río de la Plata. Uno de ellos era el piloto portugués Juan Pinto. Afortunadamente para nosotros Pinto, al igual que Rivadeneira, dejó un informe detallado sobre sus andanzas.

Pinto ya conocía las aguas y las costas del Río de la Plata. Había formado parte de la expedición del adelantado Juan Ortiz de Zárate, quien había fundado una efímera población en la actual costa uruguaya llamada San Salvador. Al morir Zárate en Asunción del Paraguay, Pinto quedó bajo el mando de Juan de Garay. Garay había enviado un navío a España con la noticia de la fundación de Buenos Aires en 1580. En ese navío fue Rivadeneira en busca de clérigos para estas tierras, y también partió en él el piloto Juan Pinto. Y al parecer se habían hecho amigos, ya que Pinto regresa junto con el fraile cuando vuelven al Río de la Plata en 1582.

Quiso la mala suerte que los atacaran los corsarios ingleses antes de llegar, y entre todo lo que se llevaron de los frailes españoles, estaba ese experimentado piloto. Luego de que fueran liberados los frailes, Pinto fue encerrado en la nave capitana. La intención de los corsarios, según cuenta Pinto, era dirigirse al Río de la Plata. Para ello conta-ban con su experiencia para guiarlos por los canales de entrada. Pinto les dijo que no había ningún canal y que la única forma de entrar era con barcos pequeños. Los tres navíos de Fenton entonces tomaron rumbo al norte. Una noche perdieron uno de los barcos, el comandado por John Drake, sobrino del famoso corsario inglés Francis Drake.

Utilizaron a Pinto para informarse también sobre la costa del Brasil. Cuando llegaron al puerto de San Vicente tenían intención de tomarlo, pero al día siguiente de la arribada llegaron tres naves españolas. Eran tres naves de la armada de Flores de Valdés(confirmar si Valdés va con s o con z) que iban a San Vicente en busca de provisiones. Era el 24 de enero de 1583.

Inmediatamente se enfrentaron los dos grupos. Intercambiaron cañonazos durante mu-cho tiempo. Los ingleses lograron hundir la nave almiranta de los españoles, pero perdieron muchos hombres. En-tonces huyeron a una isla cercana. Allí repararon sus naves y partieron rumbo a Inglaterra. Durante el viaje, los ingleses perdieron otra de las naves. Pinto llegó finalmente a Inglaterra en junio de 1583. Allí fue tratado muy bien. Lo llevaron ante el consejo de la Reina y le ofrecieron pasarse al bando de los ingleses, pero Pinto se negó y le permitieron volver a su Portugal natal. No se quedó allí si no que fue a relatarle al Rey de España toda la historia.

El sobrino famoso

Otro cabo suelto en esta historia que envuelve a la armada de Flores de Valdés con los corsarios ingleses, fue la huida de la nave comandada por John Drake, un joven de unos veinte años, sobrino del famoso corsario inglés Francis Drake. La nave, un patache llamado Francis, era propiedad de Francis Drake, y estaba tripulada por dieci-séis marineros. Drake se apartó de la armada de Fenton y enfiló hacia el Río de la Plata ya que tenía noticias de una nueva población en sus costas.

Pero los habitantes de Buenos Aires tenían una protección contra corsarios y piratas mucho mejor que los fuertes y los cañones: los bajos del río. La nave Francis fue a dar en un bajo de arena y lajas que causó su hundimiento. Este banco se llama desde aquel día Banco del inglés.
Todos los tripulantes de la nave se salvaron a nado hasta la actual costa uruguaya. Eran dieciocho en total, y fueron dieciocho los días que los ingleses permanecieron en la costa hasta que el humo de sus fogatas llamó la atención de los indígenas del lugar, los charrúas, que se trabaron en combate con los corsarios. Los ingleses fueron superados por los charrúas, quienes los tomaron cautivos. Trece meses estuvieron prisioneros. Tres de los ingleses, John Drake entre ellos, lograros huir apoderándose de una canoa. Cruzaron el Río de la Plata en una travesía de varios penosos días. Finalmente, arribaron a la costa cercana a Buenos Aires en marzo de 1584. Llegaron a una casa donde los alimentaron y vistieron. Pero la guardia de la ciudad inmediatamente los tomó prisioneros, aunque los trató como señores. Fueron despachados a Asunción. En el camino pasaron por Santa Fe, donde se les tomó declaración. Pero cuando en Lima, la capital del Virreinato, se enteraron de la existencia de los ingleses pidieron que los enviaran allí, adonde fueron juzgados por la Inquisición y condenados a vivir reclusos en un monasterio.

Fue Francis Drake el que comenzó esta historia con sus correrías, provocando la idea de fortificar el estrecho de Magallanes, y es otro Drake el que termina de atar el último cabo suelto de la historia, dando origen a la idea de construir un fuerte en Buenos Aires.

Para saber más
Gandía, Enrique de. Historia de los piratas en el Río de la Plata. Librerías Cervantes. Buenos Aires, 1936.
Gandía, Enrique. “Los piratas en el Río de la Plata”. En: Historia de la Nación Argentina. El Ateneo y Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 2° edición, 1955. Tomo III, cap. IV.
Lafuente Machain, Ricardo. Buenos Aires en el siglo XVII. Buenos Aires.
Villanueva, Héctor. Vida y pasión del Río de la Plata. Plus Ultra, 1984.
Zabala, Rómulo y Gandía, Enrique. Historia de la ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1937.

lunes, septiembre 10, 2007

Piratas en el Río de la Plata I: Las Aventuras del padre Juan de Rivadeneira

Las nuevas colonias españolas de América del sur, especialmente en el territorio de las actuales Argentina y Paraguay, estaban muy escasas de religiosos en el siglo XVI. Había ciudades que tenían el lujo de contar con un párroco propio, pero otras no lo tenían, ni nunca lo habían tenido.
Fray Juan de Rivadeneira, Comisario del Río de la Plata y Tucumán, tomó camino a España en busca de los necesitados clérigos y frailes. Como se dijo en el otro capítulo, Rivadeneira había asistido a la fundación de Buenos Aires llevada a cabo por Juan de Garay en 1580. Luego de tomar parte en esa ceremonia, había partido hacia España.

Una vez en la madre patria, fue fácil para Rivadeneira conseguir frailes para las colonias. Además, el rey en persona les concedió la oportunidad de embarcar en cuatro navíos que destinaba para la armada al mando del general Flores de Valdés. Esta armada era la que iba a fundar las ciudades del estrecho de Magallanes. Pero a último momento, el rey les quito esos barcos.

Viaje azaroso

Fray Rivadeneira terminó airoso, ya que el sobrino de Juan de Torres de Vera, oidor de la audiencia de Charcas en América, compró un barco y se ofreció a llevar a los frailes. Claro, ocuparse de los religiosos se ahorraba los gastos del flete de ida y vuelta, ya que corría todo por cuenta del rey. No contento con llevar más del doble del costo del navío en mercancías para vender, Torres de Vera compró agua de menos. Los frailes y otros pasajeros tuvieron que comprar más, pero aún así les faltó, y por ello tuvieron que acercarse a la costa brasileña en busca de agua.

Allí el barco encalló. Debieron desembarcar todos con lo que traían. Pasó una semana y el barco no desenca-llaba, así que fray Rivadeneira compró una fragatilla en Río de Janeiro para seguir viaje al Río de la Plata. En ella se embarcaron veintidós frailes y otras personas; ocho de los frailes que venían de España no se animaron a seguir viaje en un barco tan pequeño. Encima para ese momento, el barco Torres de Vera ya había desencallado.

En Río de Janeiro se encontraron con la armada de Flores de Valdés. Poco tiempo después reanudaron el viaje todos al mismo tiempo, pero los frailes iban cerca de la costa y la armada comandada por Flores de Valdés viajaba mar adentro.

Encuentro inesperado

Los frailes llegaron a la isla de Santa Catalina. Un día, al partir de ella, fue a su encuentro un patache con dos lanchas, todas armadas hasta los dientes. Estos inesperados sujetos siguieron a los frailes gritándoles que parasen en nombre de la Reina de Inglaterra. Los ingleses habían salido de Inglaterra en mayo de 1582 y habían llegado a Santa Catalina el 1° de diciembre; tenían dos galeones en puerto. Sin mucho ánimo ni con medios para pelear, los frailes se rindieron y fueron apresados de inmediato. Durante cuatro días los hostigaron para que abandonasen la fe católica como también todo aquello a lo que ella los obligaba.

Pasados estos días, el General de los ingleses, Eduard Fenton fue a ver al padre Rivadeneira. Hizo que el fraile le exhibiese todo lo que traía en el navío, de lo cual levantó un prolijo inventario. Al otro día, los ingleses los amenazaron de muerte, una táctica común para que soltasen la lengua. Más tarde les dieron a elegir entre irse con ellos o ser abandonados en la playa. Cuando apareció Fenton y le preguntó a fray Rivadeneira qué había escogido, éste le rogó que no matase a sus frailes, ni se los llevase, ni los abandonase en la playa; le pidió que los dejase volver a San Vicente. El inglés lo pensó y le contestó que no podía decidirlo él solo, así que lo invitaba a comer al día si-guiente en su barco; allí tendría la respuesta.

Comida amistosa

Al día siguiente, 7 de diciembre de 1582, fray Rivadeneira fue a comer con los ingleses. Éstos estaban vestidos con sus mejores galas. El inglés Fenton comenzó un juego de palabras con el fraile. Lo primero que le preguntó fue si el Rey español tenía conciencia. El fraile contestó que sí, a lo que el inglés replicó que no, ya que enviaba a morir a los españoles al estrecho de Magallanes. Como se ve, el inglés estaba al tanto de la expedición española para fundar unos fuertes en el estrecho de Magallanes , justamente para frenar a estos corsarios ingleses. En la charla, el inglés demostró estar muy bien informado sobre la armada de Flores de Valdés. O se estaba mandando la parte de sus conocimientos para que el fraile informase sobre ello a sus autoridades, o quería soltar la lengua del fraile para averiguar algo más y luego matarlos a todos. Todo eso cruzaba por la mente del fraile español.

Luego fueron a comer. Fray Rivadeneira se sentó junto a Fenton, quien empezó otra conversación amena. Comenzó a contarle cuántos galeones tenía, la gran cantidad de hombres armados y armas sueltas que poseía. Todo era real, pero con el único motivo de alardear frente al español. Le contaba que estaba muy deseoso de encontrar la armada de Flores de Valdés y aplastarla. Se reía y hablaba mal del español.

De todo lo que decía Fenton, se desprendía un gran conocimiento de la armada de Flores de Valdés y de sus planes más detallados. Hasta sabía cuántos fuertes iban a fundar y dónde; también sabía que el nuevo gobernador de Chile, Alonso de Sotomayor, estaba con ellos camino a su nueva gobernación con setecientos hombres; lo que no sabía era el mal estado de la armada de Flores de Valdés, estaba arruinada.

Luego de tanta charla, Fenton le comunicó que los dejaría en libertad. Pero con dos condiciones: tenían que esperar dos días luego de la partida de los ingleses para continuar su viaje; y la otra era que ellos se quedaban con las mercancías que habían ganado en “buena guerra”. Se quedaron con varias cosas de los frailes, aparte de dos marineros conocedores de aquella zona: uno inglés y otro portugués llamado Juan Pinto.

Nueva aventura

El 4 de diciembre le fue entregado a fray Juan de Rivadeneira un salvoconducto (para no ser atacado por otros corsarios) firmado por “Edwardus Fentonus, Generalis”, escrito en latín.
A los dos días, los frailes se encaminaron al Río de la Plata. Finalmente podían seguir su viaje. Pero al día siguiente de su partida, divisaron catorce naves; el pánico se apoderó de los frailes al pensar que podía ser la armada completa de los ingleses. Pero eran los españoles. La famosa armada de Flores de Valdés que se dirigía a colo-nizar el estrecho de Magallanes. Estaba en muy malas condiciones, casi todos los navíos estaban averiados.

Fray Rivadeneira pasó a la nave capitana y le contó a Diego Flores de Valdés su encuentro con los corsarios ingleses. Éste ordenó inmediatamente la vuelta a la isla Santa Catalina. Fray Rivadeneira le dijo que él quería se-guir viaje al Río de la Plata, pero el general Flores de Valdés le dijo que no lo permitiría porque, si los ingleses los capturaban nuevamente, les contarían sobre el mal estado de la armada española. Los pobres frailes seguían prisio-neros, pero ahora de los españoles.

A pesar de las advertencias, Flores de Valdés navegaba muy cerca de la costa, lo que le costó el naufragio de una de sus naves. El almirante de la escuadra, Diego de la Ribera, pidió a los frailes su navío para enviarlo a soco-rrer a los náufragos y las mercancías de la nave accidentada. Entre tanto, Flores de Valdés había seguido viaje con ocho de las naves sin hacer caso de los pedidos de auxilio del Almirante.

Gran parte de las mercancías del navío accidentado se cargaron en el barco de los frailes como también veinticinco de los integrantes de la tripulación. Pero el pobre barco de los frailes, que era muy pequeño y viejo, no toleró semejante peso y comenzó a hacer agua por todos lados, aunque éste no fue el fin del navío, ya que un viento repentino lo tiró contra la costa y lo hizo pedazos contra las piedras.

Todos se salvaron a nado. Algunos frailes y los náufragos del navío español estaban en la playa abandonados a su suerte. Eran más de cien en total. Treinta partieron a pie hacia la isla de Santa Catalina, donde se encontraron con la armada de Flores de Valdés; otros setenta, todos arcabuceros, decidieron partir al Paraguay con unos guías indígenas, también a pie. Aunque se encontraron primero con la armada española que os volvió a embarcar.

Rivadeneira y el resto de sus frailes se habían pasado al barco del Almirante, en el cual llegaron a Santa Catalina y se unieron nuevamente a la armada de Flores de Valdés. Este último ni se inmutó por la pérdida de los barcos y los pobres tripulantes abandonados, como tampoco lo hizo tiempo después, cuando dejó perderse a doscientos cin-cuenta españoles que se hundían con otra de sus naves.

Vuelta a cero

Otra vez estaban donde comenzaron. Finalmente la armada de Flores de Valdés partió hacia el estrecho, pero los frailes siguieron camino con el nuevo Gobernador de Chile que desembarcaría en el Río de la Plata. Si bien se accidentan varios barcos del Gobernador a la entrada del río, por suerte los frailes no sufren nuevos problemas. En Buenos Aires terminan su aventura trágica. No tenían medios para llegar hasta Tucumán, su destino final, pero el padre Rivadeneira se las ingenió para lograrlo. Termina así su informe sobre lo ocurrido: “Creo que el demonio, de envidia de que vienen sus contrarios, ha querido poner en mis las manos y aún los pies de los caballos, más siendo Nuestro Señor de nuestro bando, no hay que temer”. Esto de los caballos venía a cuento de la última de las desven-turas del pobre fraile: lo había pateado un caballo en Buenos Aires.

Para saber más
Gandía, Enrique de. “Historia de los piratas en el Río de la Plata”. Buenos Aires, 1934.
Gandía, Enrique. “Los piratas en el Río de la Plata”. En: “Historia de la Nación Argentina”. El Ateneo y Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 2° edición, 1955. Tomo III, cap. IV.
Lafuente Machain, Ricardo. “Buenos Aires en el siglo XVII”. Buenos Aires.
Villanueva, Héctor. “Vida y pasión del Río de la Plata”. Plus Ultra, 1984.
Zabala, Rómulo y Gandía Enrique. “Historia de la ciudad de Buenos Aires”. Buenos Aires, 1937