lunes, septiembre 10, 2007

Piratas en el Río de la Plata I: Las Aventuras del padre Juan de Rivadeneira

Las nuevas colonias españolas de América del sur, especialmente en el territorio de las actuales Argentina y Paraguay, estaban muy escasas de religiosos en el siglo XVI. Había ciudades que tenían el lujo de contar con un párroco propio, pero otras no lo tenían, ni nunca lo habían tenido.
Fray Juan de Rivadeneira, Comisario del Río de la Plata y Tucumán, tomó camino a España en busca de los necesitados clérigos y frailes. Como se dijo en el otro capítulo, Rivadeneira había asistido a la fundación de Buenos Aires llevada a cabo por Juan de Garay en 1580. Luego de tomar parte en esa ceremonia, había partido hacia España.

Una vez en la madre patria, fue fácil para Rivadeneira conseguir frailes para las colonias. Además, el rey en persona les concedió la oportunidad de embarcar en cuatro navíos que destinaba para la armada al mando del general Flores de Valdés. Esta armada era la que iba a fundar las ciudades del estrecho de Magallanes. Pero a último momento, el rey les quito esos barcos.

Viaje azaroso

Fray Rivadeneira terminó airoso, ya que el sobrino de Juan de Torres de Vera, oidor de la audiencia de Charcas en América, compró un barco y se ofreció a llevar a los frailes. Claro, ocuparse de los religiosos se ahorraba los gastos del flete de ida y vuelta, ya que corría todo por cuenta del rey. No contento con llevar más del doble del costo del navío en mercancías para vender, Torres de Vera compró agua de menos. Los frailes y otros pasajeros tuvieron que comprar más, pero aún así les faltó, y por ello tuvieron que acercarse a la costa brasileña en busca de agua.

Allí el barco encalló. Debieron desembarcar todos con lo que traían. Pasó una semana y el barco no desenca-llaba, así que fray Rivadeneira compró una fragatilla en Río de Janeiro para seguir viaje al Río de la Plata. En ella se embarcaron veintidós frailes y otras personas; ocho de los frailes que venían de España no se animaron a seguir viaje en un barco tan pequeño. Encima para ese momento, el barco Torres de Vera ya había desencallado.

En Río de Janeiro se encontraron con la armada de Flores de Valdés. Poco tiempo después reanudaron el viaje todos al mismo tiempo, pero los frailes iban cerca de la costa y la armada comandada por Flores de Valdés viajaba mar adentro.

Encuentro inesperado

Los frailes llegaron a la isla de Santa Catalina. Un día, al partir de ella, fue a su encuentro un patache con dos lanchas, todas armadas hasta los dientes. Estos inesperados sujetos siguieron a los frailes gritándoles que parasen en nombre de la Reina de Inglaterra. Los ingleses habían salido de Inglaterra en mayo de 1582 y habían llegado a Santa Catalina el 1° de diciembre; tenían dos galeones en puerto. Sin mucho ánimo ni con medios para pelear, los frailes se rindieron y fueron apresados de inmediato. Durante cuatro días los hostigaron para que abandonasen la fe católica como también todo aquello a lo que ella los obligaba.

Pasados estos días, el General de los ingleses, Eduard Fenton fue a ver al padre Rivadeneira. Hizo que el fraile le exhibiese todo lo que traía en el navío, de lo cual levantó un prolijo inventario. Al otro día, los ingleses los amenazaron de muerte, una táctica común para que soltasen la lengua. Más tarde les dieron a elegir entre irse con ellos o ser abandonados en la playa. Cuando apareció Fenton y le preguntó a fray Rivadeneira qué había escogido, éste le rogó que no matase a sus frailes, ni se los llevase, ni los abandonase en la playa; le pidió que los dejase volver a San Vicente. El inglés lo pensó y le contestó que no podía decidirlo él solo, así que lo invitaba a comer al día si-guiente en su barco; allí tendría la respuesta.

Comida amistosa

Al día siguiente, 7 de diciembre de 1582, fray Rivadeneira fue a comer con los ingleses. Éstos estaban vestidos con sus mejores galas. El inglés Fenton comenzó un juego de palabras con el fraile. Lo primero que le preguntó fue si el Rey español tenía conciencia. El fraile contestó que sí, a lo que el inglés replicó que no, ya que enviaba a morir a los españoles al estrecho de Magallanes. Como se ve, el inglés estaba al tanto de la expedición española para fundar unos fuertes en el estrecho de Magallanes , justamente para frenar a estos corsarios ingleses. En la charla, el inglés demostró estar muy bien informado sobre la armada de Flores de Valdés. O se estaba mandando la parte de sus conocimientos para que el fraile informase sobre ello a sus autoridades, o quería soltar la lengua del fraile para averiguar algo más y luego matarlos a todos. Todo eso cruzaba por la mente del fraile español.

Luego fueron a comer. Fray Rivadeneira se sentó junto a Fenton, quien empezó otra conversación amena. Comenzó a contarle cuántos galeones tenía, la gran cantidad de hombres armados y armas sueltas que poseía. Todo era real, pero con el único motivo de alardear frente al español. Le contaba que estaba muy deseoso de encontrar la armada de Flores de Valdés y aplastarla. Se reía y hablaba mal del español.

De todo lo que decía Fenton, se desprendía un gran conocimiento de la armada de Flores de Valdés y de sus planes más detallados. Hasta sabía cuántos fuertes iban a fundar y dónde; también sabía que el nuevo gobernador de Chile, Alonso de Sotomayor, estaba con ellos camino a su nueva gobernación con setecientos hombres; lo que no sabía era el mal estado de la armada de Flores de Valdés, estaba arruinada.

Luego de tanta charla, Fenton le comunicó que los dejaría en libertad. Pero con dos condiciones: tenían que esperar dos días luego de la partida de los ingleses para continuar su viaje; y la otra era que ellos se quedaban con las mercancías que habían ganado en “buena guerra”. Se quedaron con varias cosas de los frailes, aparte de dos marineros conocedores de aquella zona: uno inglés y otro portugués llamado Juan Pinto.

Nueva aventura

El 4 de diciembre le fue entregado a fray Juan de Rivadeneira un salvoconducto (para no ser atacado por otros corsarios) firmado por “Edwardus Fentonus, Generalis”, escrito en latín.
A los dos días, los frailes se encaminaron al Río de la Plata. Finalmente podían seguir su viaje. Pero al día siguiente de su partida, divisaron catorce naves; el pánico se apoderó de los frailes al pensar que podía ser la armada completa de los ingleses. Pero eran los españoles. La famosa armada de Flores de Valdés que se dirigía a colo-nizar el estrecho de Magallanes. Estaba en muy malas condiciones, casi todos los navíos estaban averiados.

Fray Rivadeneira pasó a la nave capitana y le contó a Diego Flores de Valdés su encuentro con los corsarios ingleses. Éste ordenó inmediatamente la vuelta a la isla Santa Catalina. Fray Rivadeneira le dijo que él quería se-guir viaje al Río de la Plata, pero el general Flores de Valdés le dijo que no lo permitiría porque, si los ingleses los capturaban nuevamente, les contarían sobre el mal estado de la armada española. Los pobres frailes seguían prisio-neros, pero ahora de los españoles.

A pesar de las advertencias, Flores de Valdés navegaba muy cerca de la costa, lo que le costó el naufragio de una de sus naves. El almirante de la escuadra, Diego de la Ribera, pidió a los frailes su navío para enviarlo a soco-rrer a los náufragos y las mercancías de la nave accidentada. Entre tanto, Flores de Valdés había seguido viaje con ocho de las naves sin hacer caso de los pedidos de auxilio del Almirante.

Gran parte de las mercancías del navío accidentado se cargaron en el barco de los frailes como también veinticinco de los integrantes de la tripulación. Pero el pobre barco de los frailes, que era muy pequeño y viejo, no toleró semejante peso y comenzó a hacer agua por todos lados, aunque éste no fue el fin del navío, ya que un viento repentino lo tiró contra la costa y lo hizo pedazos contra las piedras.

Todos se salvaron a nado. Algunos frailes y los náufragos del navío español estaban en la playa abandonados a su suerte. Eran más de cien en total. Treinta partieron a pie hacia la isla de Santa Catalina, donde se encontraron con la armada de Flores de Valdés; otros setenta, todos arcabuceros, decidieron partir al Paraguay con unos guías indígenas, también a pie. Aunque se encontraron primero con la armada española que os volvió a embarcar.

Rivadeneira y el resto de sus frailes se habían pasado al barco del Almirante, en el cual llegaron a Santa Catalina y se unieron nuevamente a la armada de Flores de Valdés. Este último ni se inmutó por la pérdida de los barcos y los pobres tripulantes abandonados, como tampoco lo hizo tiempo después, cuando dejó perderse a doscientos cin-cuenta españoles que se hundían con otra de sus naves.

Vuelta a cero

Otra vez estaban donde comenzaron. Finalmente la armada de Flores de Valdés partió hacia el estrecho, pero los frailes siguieron camino con el nuevo Gobernador de Chile que desembarcaría en el Río de la Plata. Si bien se accidentan varios barcos del Gobernador a la entrada del río, por suerte los frailes no sufren nuevos problemas. En Buenos Aires terminan su aventura trágica. No tenían medios para llegar hasta Tucumán, su destino final, pero el padre Rivadeneira se las ingenió para lograrlo. Termina así su informe sobre lo ocurrido: “Creo que el demonio, de envidia de que vienen sus contrarios, ha querido poner en mis las manos y aún los pies de los caballos, más siendo Nuestro Señor de nuestro bando, no hay que temer”. Esto de los caballos venía a cuento de la última de las desven-turas del pobre fraile: lo había pateado un caballo en Buenos Aires.

Para saber más
Gandía, Enrique de. “Historia de los piratas en el Río de la Plata”. Buenos Aires, 1934.
Gandía, Enrique. “Los piratas en el Río de la Plata”. En: “Historia de la Nación Argentina”. El Ateneo y Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, 2° edición, 1955. Tomo III, cap. IV.
Lafuente Machain, Ricardo. “Buenos Aires en el siglo XVII”. Buenos Aires.
Villanueva, Héctor. “Vida y pasión del Río de la Plata”. Plus Ultra, 1984.
Zabala, Rómulo y Gandía Enrique. “Historia de la ciudad de Buenos Aires”. Buenos Aires, 1937

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